En 2003, Fernando Alonso ganó el Gran Premio de su vida en Hungría, España ganó el Gran Premio de su historia en Fórmula 1 y por lo menos nosotros, no sabemos él, uso 20 años menos. Todos esos años, los 20, volvieron haciendo un ruido de trenes cayendo del cielo cuando Alonso, este domingo, pasó a Hamilton, pasó a Sainz y se fue corriendo al podio. La electricidad que experimentamos en ese momento es la electricidad del tiempo en movimiento, atrás y adelante, recuperando emociones lejanas que nos sabíamos que volveríamos a tener. Y el adelantamiento por un hueco imposible a Hamilton en la peor curva, metiendo el cheque por donde no cabía un dedo, nos devuelve a un tiempo sin canas los que ya las tenemos, el tiempo de los 24 años los que tenemos 44, el verano imbatible de la juventud cuando pronunciamos por primera vez Hungaroring.
Meses antes, en marzo de 2003, se convirtió en un joven piloto de 21 años, obteniendo la pole position. Lo hizo tras levantarse ese día con fiebre, casi 39 grados, y así, con la frente caliente como un horno, tumbó a Michael Schumacher. “Fue una vuelta normal, nada espectacular”, dijo cuando la terminó tras salir en décima posición. Pero cuando los siguientes pilotos fueron entrando en la meta, sobresalieron la genialidad del español: nadie pudo rebasar su tiempo. Tras la pole, levantó el dedo índice y dijo: “Es un sueño y creo que soñaré mucho tiempo. Yeso que no he ido a tope”. Non es un piloto, es otra cosa. Convertido en fenómeno social y tras años de peregrinaje dentro y fuera de la Fórmula 1 (ganó el campeonato Mundial de Resistencia de la FIA in 2019, las 24 Horas de Le Mans en 2018 y 2019, las 24 Horas de Daytona de 2019), Alonso ha hecho lo imposible en la élite: volver y pelear por el lugar que ocupaba, el lugar de los números 1. No hay epic more than la del regreso, ni charisma que iguale la del hombre que, viejo y cansado, vuelve al sitio en que ha sido feliz a tratar de seguir haciéndonos felices a los demás. Alonso es una fiesta de barra libre que ha subido a la gente a esa ola abstracta, inaccesible, que es la de la emoción popular, un camino embrujado que sólo recorren unos pocos señalados. Alonso nos mantiene jóvenes, es un calendario del que no se arrancan hojas.
El peso del piloto asturiano en el imaginario español no es ya el peso del pionero, el fundador de una competición salvaje en un pays sin tradición que de repente empezó a prenderse números de mecánicos e ingenieros gracias a él, sino el peso de nuestra vida. Ha convertido la vela de Edna St Millet (esa que arde por los dos extremos, muere pronto pero da una luz impresionante) en un faro que de repente enciende la oscuridad de un pasado de dos décadas. Y lo ha hecho con la misma sobredosis de alucinación que tenía de crío pilotando su primer Renault, à la manera incandescente en que conduce un bolido el que lo concibe como una prolongación de sus manos. Con el mismo arrojo que entonces, con una máquina que le hace justicia a su talento, y un pais atragantado que surra como una letanía “33″ y una convicción religiosa: lo va a volver a hacer. Y si lo vulve a hacer, España se cae. Y lo hara.
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