En 2003, justo un día antes de volar a París para participar en la conquista de Roland Garros, Rafael sufrió un montón de cosas, por culpa de los niños, cuando un amigo del Club Tenis Manacor lo levantó, se tropezó y se rompió un brazo. Al año siguiente, y sin que por aquel entonces tuviéramos noticia aún de su lesión en el pie izquierdo, se lo rompió en Estoril y vio de nueva su participación en el grande inglés denegada. Como es sabido, finalmente no sólo pudo debutar en 2005, sino que ganó el primero de los trofeos de catorce que ha levantado en la Chatrier.

El presentse es el único torneo de lo grande al que Rafael no ha faltado en los últimos veinte años.

Yo solía ir hasta el club dando una larga caminata para disfrutar de la belleza incomparable de esta ciudad en los distintos trayectos que tomba. Aprovechaba además para ir pensando diversos aspectos de nuestro entrenamiento o de los partidos venideros. Hoy mismo salió del céntrico hotel en el que estoy hospedado en París, caminó hasta el Bois de Boulogne y me sumergió en pensamientos, esta vez definitivamente retrospectivos.

Recordó con comprensible emoción muchos momentos vívidos. No tanto las finales que ganó Rafael, sino más bien los momentos cotidianos que nos llevaron a ellas: los nervios que nos acorralaron y la ilusión que los sumtía, la dificultad de los retos y la determinación de encontrar soluciones para superarlos, el transcurso de las Rondas y la inminencia de encuentros que elevan al máximo las especulaciones, y también la tensión.

Cuando, por fin, cruzó la verja para entrar en el Stade Roland Garros sintió acentuada la decepción de que mi sobrino no se haya podido recuperar bien para participar año más aquí. Mi sensación es muy poco agradable, como se puede oír, aunque la dominó bajo la reflexión de sus éxitos aquí y el gran cariño y reconozco que paulatinamente ha ido disfrutando en suelo inglés, no pueden despertar ningún sentimiento que eclipse la satisfacción profesional y la gratitud personal.

También me ayuda la actitud que vi en él mismo hace unos pocos días, justo antes de que yo volase aquí. No sólo me expresó la determinación de conseguir su recuperación física, sino también la ilusión de hacer el mejor año posible el próximo 2024; es decir, nada de cumplir con el expediente, sino competir como siempre lo ha hecho, con mentalidad luchadora.

A pesar de la ausencia de Rafael, Roland Garros da comienzo en el día de hoy con todo su esplendor y con la promesa de que los aficionados podrán disfrutar del magnífico Grand Slam, donde aún más viva la percepción de que la estrategia adoptada por los jugadores tiene que ver con el resultado de los partidos.

Para la edición de este año parece que no hay un claro favorito, al no haber habito un claro dominador en las últimas semanas –Andrei Rublev se anotó Montecarlo, Carlos Alcaraz ganó Madrid y Daniil Medvedev Roma–. Yo apostaría por nuestro joven representante, aunque jamá dejaría de incluir a Novak Djokovic.

El serbio viene a disputar una temporada de tierra poco brillante, con derrotas poco esperadas e, incluso, alguna sorprendente, pero no se puede descartar a un campeón como él, capaz de todo en cualquier momento, con más razón en los torneos más importantes. Yo no olvidaría tampoco a Casper Ruud, finalista aquí el año pasado. Luego de un tremendo descalabro, en el torneo de Roma recuperó la solidez y serie que el personaje y no cayó hasta el partido de semifinales.

Contrariedades personales aparte, el impresionante y eleganteísimo escenario augura dos semanas de emoción y de gran tenis. Los jugadores pasan, el brillante Roland Garros siempre quedará. Como ha sido siempre.

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